La deriva legislativa criminalizadora está dando resultados. Y la impresión es que no se detiene. Lo que se supone debiera ser útil para controlar la criminalidad social de alto impacto está profundizando un proceso que se viene consolidando desde hace varias décadas: dotar al Estado de herramientas operativas y normativas para el control y disciplinamiento de distintas formas de disidencia.
Hace unos días se conoció un informe elaborado por el académico de la UDP Claudio Fuentes denominado “El acento punitivo de la agenda de seguridad pública” que describe, desglosa y analiza la producción legislativa en materia de seguridad en el periodo del gobierno que va de marzo de 2022 a abril de 2024, y lo primero que se constata claramente es algo que ya hemos señalado anteriormente, que el gobierno está siendo consistente con la apuesta por dotar al estado de herramientas punitivas de persecución a la delincuencia -en desmedro de políticas públicas preventiva-, un viraje de acentuación política que ha producido 54 leyes de este carácter, ubicándose como la gestión de mayor elaboración normativa desde 1990, algo que distintos personeros de gobierno han destacado como muestra del “compromiso” de esta administración, y de pasada relevar otras urgencias políticas.
Es interesante observar que de las conclusiones del citado informe se advierte del efecto de esta prioridad punitiva, que hemos encuadrado desde CODEPU, en el fenómeno del “populismo penal”, que el sistema carcelario se encuentra sobrepasado en un 20%, y que a esta velocidad estamos ciertos del efecto del hacinamiento sobre el objetivo de cualquier sistema penitenciario, el castigo y la reinserción. Pero el principal elemento que se cuestiona desde la criminología es el efecto real que la generación de políticas públicas concentradas en la criminalización de conductas y el aumento de penas tiene como elemento disuasivo sobre la criminalidad.
El sociólogo Alex Vitale distingue, al analizar la efectividad de una gestión policial, entre justicia procedimental “el modo en que se hace cumplir la ley, en contraposición de la justicia sustantiva, que comprende los resultados reales del funcionamiento del sistema”. Hoy en Chile se vive una contradicción que parece no tener correlación con la forma en que se aborda el tema de la seguridad pública. Por un lado, en general las estadísticas sobre la ocurrencia de delitos han ido estabilizándose en cifras previas a la pandemia, incluso algunos tipos han bajado (Centro de Estudios y Análisis del Delito-CEAD dependiente de la Subsecretaría de Prevención del Delito)*. Al parecer los tipos delictuales de mayor violencia son aquellos que han tenido un alto impacto en la población y que han determinado el esfuerzo del sistema para concentrar la agenda, esto a pesar de la racionalidad de estos antecedentes que señalan que la focalización de recursos humanos logra buenos resultados, además del esfuerzo preventivo que en el periodo analizado por el informe de Claudio Fuentes, está relegado en un segundo plano, y de la gestión de un gobierno que declaró compromisos con la perspectiva de derechos humanos, estamos sumidos en un pantano que no hace más que crecer.
La falta de una agenda creativa y con convicción de parte del mundo de izquierda y progresista, representada por algunos sectores que participan en la administración Boric, que asuma que se puede racionalizar recursos, focalizar esfuerzos, y lo principal, prevenir con perspectiva de compromiso social, debió ser el sello distintivo, y no dejarse arrastrar en esta vorágine reaccionaria que tendrá un costo significativo -ya ha sucedido en otros gobiernos de los últimos 30 años- en que una legislación antidelincuencia termina, en contextos políticos de ascenso movilizador, criminalizando a sectores populares y disidentes.
Hugo Catalán Flores
CODEPU
* CEAD
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