Por Andrés Vera Quiroz.
Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer (Walter Benjamín, 1940).
A 28 años de finalizada, la dictadura cívico-militar encabezada por Augusto Pinochet Ugarte y a 45 años de perpetrado el violento golpe de Estado aún quedan cosas pendientes en nuestro país. La evidencia de lo anterior quedó registrado en dos hechos visiblemente claros pero diametralmente contrapuestos: los dichos del parlamentario de la UDI, Ignacio Urrutia Bonilla, al calificar de “terroristas con aguinaldo” a las personas que sufrieron numerosos vejámenes de la represión política en el contexto de la discusión de un proyecto de Ley (que en sí, no cumple estándares internacionales) para otorgar un monto de 3 millones por única vez a los ex presos políticos del régimen de facto y el segundo hecho; la entrega de títulos póstumos y simbólicos a un centenar de estudiantes de la Universidad de Chile que no pudieron finalizar sus estudios debido a la detención y desaparición por agentes de Estado durante el período dictatorial. Lo último, como un gran acto de justicia, memoria y resignificación esencial para cientos de hombres y mujeres.
Tomo el libro “Lo que queda de Auschwitz: El Archivo y el testigo” y extraigo la siguiente cita: “Lo decisivo es sólo que las dos cosas no se confundan, que el derecho no albergue la pretensión de agotar el problema. La verdad tiene una consistencia no jurídica, en virtud de la cual la questio facti no puede ser confundida con la questio iuris” (Agamben, 2000: 16)
Desde el primer día de instalada la dictadura militar, los familiares y acompañantes se fueron agrupando en la búsqueda de sus parientes cobrando una fuerza gigante el ¿DÓNDE ESTAN?, con el correr del tiempo, clamando, marchando y exigiendo Verdad y Justicia, y en el último tiempo, ese tiempo que no se detiene… buscando reivindicaciones justas y necesarias.
El Estado ese mismo que atropello los derechos fundamentales ante su clamor generoso respondió en la medida de lo posible, a saber:
1. El Informe Rettig entregado en febrero de 1991 bajo el gobierno de Patricio Aylwin Azocar.
2. Las Leyes de Punto Final (acuerdo Figueroa – Otero) de 1995. Este proyecto de Ley evitaría los procesamientos, restringiría las investigaciones judiciales a la localización de los restos de los “desaparecidos”, garantizaría el secreto total para estas investigaciones y permitiría que se archivaran los casos antes de que se hallaran los restos o se estableciera toda la verdad.
3. Detención de Pinochet Ugarte en Londres en octubre de 1998 en virtud de una orden de captura emitida por el juez español Baltasar Garzón Real. Las diversas apelaciones y tratativas del gobierno de turno saliente y entrante dieron sus resultados en marzo del 2000, el Ministerio del Interior británico resolvió liberarlo por razones humanitarias. Ese mismo año de regreso en Chile, el senador debió enfrentar un proceso de desafuero por el caso “Caravana de la Muerte” que llevaba el juez Juan Guzmán Tapia. Finalmente fue desaforado y el citado proceso sobreseído por razones de demencia senil el 2002.
4. La Mesa de Diálogo por los Derechos Humanos convocada en agosto de 1999 bajo el gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle. La cual entregó un listado en enero del 2001 con el destino final de 200 detenidos desaparecidos.
5. Informe Valech entregado en noviembre de 2004 bajo el gobierno de Ricardo Lagos Escobar y su propuesta sobre Derechos Humanos del 2003, “No hay mañana, sin ayer”.
6. Informe Valech II recepcionado en agosto de 2010 bajo el gobierno de Sebastián Piñera Echeñique.
Entonces abro el libro “Recordar, Violación de derechos humanos: una mirada médica, psicológica y política”, y quedo prendido con la siguiente cita: “De modo que la verdad, aunque oficial, fue parcial y escindida, sin nombres de los responsables y sin ser entregada a la comunidad en forma masiva y sencilla, de modo que fuera asumida por toda la sociedad civil. Lo sucedido quedó en la nebulosa, hizo que la mentira continuara y la confusión persistiera, que la realidad no se reconstruyera, no se socializara, no se comunicara, sino más bien se callara y ocultara” (Rojas, 2017: 55-56).
El honorable diputado Urrutia junto a muchos otros silentes olvida que el secuestro, la tortura y la desaparición forzada de personas existieron durante todo el período que se extendió la dictadura militar.
Estadio Nacional, Estadio Chile, Pisagua, Chacabuco, Londres 38, Nido 20, Academia de Guerra Aérea, Colonia Dignidad, Venda Sexy, Cuartel Silva Palma, Cuartel Simón Bolívar y Villa Grimaldi por nombrar algunos con más o menos relevancia, con más o menos víctimas, con más o menos sadismo y aberraciones en su interior.
En esas casas, centros de detención, tortura y desaparición final, estuvieron y pasaron miles de hombres y mujeres en distintos períodos. Lugares que con el tiempo se convirtieron en verdaderos anfiteatros del terror, en los cuales se “extirparía el cáncer marxista” como planteaba el general Gustavo Leigh Guzmán y que formaban parte del enemigo interno, sitios donde se fraguó el poder desaparecedor del Estado. Eran lugares en los cuales – en dichos del Mocito- no existía Dios.
Steve Stern, historiador y académico de la Universidad de Wisconsin, traza la noción de memorias sueltas y emblemáticas. Las primeras corresponden al recuerdo de la experiencia personal y las segundas corresponderían a una memoria colectiva que permite ser un marco interpretativo de las memorias sueltas. Son las memorias emblemáticas las que permiten darle un sentido a la memoria suelta, personal e individual.
No cabe duda que sí seguimos la reflexión de Stern, reconocemos en las memorias colectivas el carácter de interpretativas y con capacidad de dar sentido, se hace evidente que las memorias emblemáticas disputan la hegemonía en el escenario social. Es decir, una suerte de competencia por la supremacía, al modo de competencias que señala Bourdieu en su concepto de habitus y campo. Así las memorias definen sus relaciones de poder al interior del campo.
Para Stern, en Chile las memorias emblemáticas respecto al Golpe y la Dictadura se componen de cuatro variantes:
a. La memoria como salvación, aquí la idea es de un trauma vivido antes del Golpe militar durante la Unidad Popular en la que la idea de una inminente guerra civil es “defendida” por el advenimiento de la intervención militar;
b. Una segunda memoria, es opuesta a ésta, en tanto es una memoria que tiene como idea central al trauma, puesto en la experiencia de la dictadura con el terrorismo de Estado como práctica que interrumpe las vidas de los sujetos dañándolas para siempre;
c. Una tercera memoria, es la de los valores que se ponen a prueba en la Dictadura, es muy cercana a la anterior, pero no es necesariamente de personas afectadas por el terrorismo de Estado sino de quienes se sienten interpelados éticamente tanto desde la violencia de la dictadura, como de las violencias ejercida por grupos de izquierda.
d. Y por último, la memoria como olvido, es la cuarta memoria emblemática que está más cerca de la primera, en tanto es mejor no hablar, el Golpe militar y la Dictadura son vistos como problemas peligrosos.
Estas cuatro memorias actúan en el espacio de la memoria colectiva disputando la centralidad de su versión de la experiencia del pasado, del discurso que portan y de los significados que quieren relevar al resto de los grupos, comunidades y por ende, de toda la sociedad.
En el contexto descrito anteriormente, aparecen los discursos para exponer la (s) propias versiones del pasado en el espacio público, por tanto, abriéndose al cuestionamiento y/o confrontación, es decir, al debate político. A través de afirmaciones, negaciones, silencios, justificaciones se irán articulando las memorias matizadas y mezcladas en dicho espacio.
En este sentido, lo que emerge son narraciones del pasado sin claridades políticas que se van sitúan en la zona gris como afirmaba Levi y Calveiro, en donde el antagonismo como forma de ubicar la diferencia se diluye.
Dicho de otra forma, las narraciones y sus relatos que se articulan del pasado no obstaculizan la posición del otro; no producen incomodidad, ni disputan hegemonía pues al no existir dos “bandos” no llegan a producir conflicto. Por tanto, la despolitización y privatización operan en los discursos de las memorias a partir de aquello, reordenando las posiciones y fuerzas para una disputa sinfín sobre qué es, cuándo es y cómo se hace, la memoria.
Lo anterior, efectos de un campo de debate y disputas no saldado, pues la gran mayoría de las veces las propuestas de soluciones han llegado desde la institucionalidad tejiendo en ocasiones subrepticiamente un particular orden social… el consenso.
Recordemos a Todorov “aquellos que, por una u otra razón, conocen el horror del pasado tienen el deber de alzar su voz contra otro horror… lejos de seguir prisioneros del pasado, lo habremos puesto al servicio del presente, como la memoria –y el olvido- se han de poner al servicio de la justicia”.
Mayo del 2018
Fuente: Dilemas